Otra serie de casualidades o causalidades, me llevó a encontrarme con una cantidad creciente de obras donde el encuentro afectivo es imposible o dolorosamente efímero. Ni siquiera en un espectáculo para niños como “Luna de Oriente” los amantes pueden permanecer juntos al final de la obra (los dos protagonistas masculinos luchan por los favores de la fémina, al punto de perderla). Nuevamente, es la separación de los individuos y la sensación de un duelo constante. Mmm… quizás sea esto último el común denominador: una herida que no cierra y que es lo que aleja y la frustración por no poder avanzar. De nuevo, las propuestas estéticas y el registro actoral varían, con lo cual es una forma que se puede ver en diferentes estructuras.
“Mal amor”, de Paula Bartolomé, es una obra silente. Con proyecciones de fondo detrás de los personajes, que oscilan entre flashbacks y mostrar un fuera de campo escénico que suma suspenso y música que construye climas (contraste, a su vez, entre un imagen - ¿distanciadora? - estilizada y una presencia de menos detalle), un hombre y una mujer se separan. Textos escritos se cruzan cada tanto, en el fondo, como viejas didascalias de cine mudo; palabras tipificadas de despedida… Se pasa de la melancolía a la violencia extrema de forma gradual. El protagonista no son ambos, sino él - por más que quien primero aparece en escena sea ella preparando las valijas para alejarse definitivamente -. No hay palabras, sino movimientos, acciones, miradas. Es como si no tuvieran qué decirse (¿o es que los personajes sienten que las palabras son siempre las mismas?). Impera el silencio. El contrapunto a la contracción de los cuerpos es la posterior explosión. La forma acá toma el aspecto de quien no puede conectar con el mundo y recae una y otra vez en las mismas conductas, las mismas acciones, que no le permiten salir de su aislamiento. Su reacción visceral frente a la desilusión reiterada termina siendo, siempre, la misma. Se ve envuelto en un círculo vicioso que no sabe - o no le interesa realmente - romper… Domina la impotencia en la forma de la descarga agresiva, física, cruel. Los finales para el protagonista se repiten, la distancia no puede clausurarse; en lugar de la melancolía, la fantasía o el humor, lo que acá se hace presente es la destrucción…
Mientras que la escenografía de “Mal amor” es más bien minimalista, en “Pasionaria”, de Lucía Moller, abundan los detalles que apuntalan recuerdos. Es un espacio barroco, recargado, donde una ella llora desconsoladamente mientras habla con su ex. Sabe que se acabó, pero no puede terminar de dejarlo ir, al punto de seguir usando sus pantuflas. Así, al tiempo que no suelta el teléfono y se aterra si la comunicación se corta, no puede, ni aunque quiera, darle bola al chico de la heladería que quisiera poder sanar sus penas. Pero no hay caso, su cuerpo (el de ella), no afloja la tensión en ningún momento, se encoje, se recoge sobre sí mismo. Por un lado, para el espectador, la empatía, la risita que se escapa al sentirse identificado en una o más ocasiones y por diferentes razones. Por otro, en la obra no hay elaboración. Es decir, la obra es un momento de suspensión: el corte ya ha ocurrido, pero no vemos más que el momento de pleno dolor, previo al duelo, previo al seguir adelante, en el que mañana es algo muy lejano. O sea, no vemos las causas ni los momentos que avizoran la superación, sino el instante, el clímax de sufrimiento (elemento que se comparte con “Mal amor”, por ejemplo).
Pienso, entonces, en “Querida Marta”, de Irene Sexer y Paula Etchebehere. Si bien puedo identificar varias marcas del clown en el cuerpo que construye Sexer (algo lógico, pensando que viene de trabajar muchos años con Marcelo Katz), también me parece ver una búsqueda por despojarse de esas marcas. Y, entonces, encuentro un cierto parentesco en el resultado de la tristeza de Marta con el de la protagonista de “Pasionaria”. El cuerpo de esta última se comprime, se abraza al achicarse, mientras que Marta se mueve, recorre y sólo en última instancia deja aparecer el llanto. Quizás, se me ocurre, en mayor contraste, porque Marta intenta, la Marta clown va con sus petates, da vueltas, gira, se ríe, es payasa. La Marta de las lágrimas no, se corre del código clown y queda otra cosa, hay una resistencia que se vence y la forma que aparece es, como en la otra obra, un cuerpo que se encoge. En “Pasionaria”, la risa llega por la exacerbación, el llanto es desmesurado, la pena está en carne viva, a la vista. En “Querida Marta” va más por dentro; la máscara se va descascarando e incluso el final idílico (del cual he escuchado diversas interpretaciones) tienen ese punto de inflexión en el llanto que se escapa (en lugar de explotar, como en “Pasionaria” o, de otra manera, en “Mal amor”). En ambos casos, sin embargo, el común denominador es la impotencia por no poder resolver, por no poder encontrar paz ni respuestas a la tristeza que se viene encima producto de la soledad.
“Big Bang”, de Carlos Ares y dirigida por Corina Fiorillo, es en cierta medida un juego de actores, un laberinto de espejos. Dos actores se encuentran después de muchos años. De él sólo se sabe su status hacia el final, de ella, sabemos desde el principio que su carrera se ha venido a pique. En el medio, el reencuentro y la necesidad de seducirse, atravesada por los conflictos del pasado. La cuestión es que, incluso estos personajes, que ya no tienen 20 años, tampoco pueden entablar un diálogo sincero. Se colocan máscara tras máscara hasta prácticamente vaciar toda intención de hallarse el uno al otro. “Si todos mienten, nadie miente”, es la frase leit motif de la obra. Ese enrosque los aleja repetidamente, lo que es lógico, ya que en la reversibilidad del juego, sólo termina por quedar el juego mismo…
Mmm… acá no hay amores trágicos, pero tampoco esa cosa de la comedia romántica del final feliz o, al menos, agridulce. Ahora que escribo, me viene a la mente “El fondo del mar”, la película de Damián Szifrón. En el final, el protagonista, después de todo el quilombo que arma (él descubre que la novia lo deja por otro y se obsesiona por descubrir quién es el tipo en cuestión), una vez que recupera su foco (o lo adquiere, quizás, por primera vez) comienza a superar sus inseguridades y puede, probablemente, empezar a ser un poco más feliz. Pienso, quizás, que eso es posible porque en el film de Szifrón hay un relato, donde los personajes pueden transformarse con el transcurso del tiempo. En las obras mencionadas no hay relato, no hay avance del tiempo - de forma más abstracta, lo hay en “Querida Marta” -, sino un estado de suspensión donde los cuerpos están varados y estancados y, por más que se desgañiten, las agujas del reloj no se mueven… Pasado y futuro se apelmazan en un presente constante y, entonces, no se puede sanar el dolor ni cambiar. Hasta en “Big Bang”, donde, se supone, han pasado muchos años, el tiempo no lo ha hecho, realmente, para la relación entre los dos personajes. Los motivos que los alejaron siguen ahí, como su incapacidad de comunicarse.
Casi como si fuera una síntesis de estas ideas, “Melancolía Erótica”, de Josefina Lamarre y Emilia Escaris Pazos. Con elementos de cabaret y de performance, la protagonista aparece varada en ese estado del cual, pareciera, no puede (¿ni quiere?) salir. El entramado textual está hecho de, más allá de allgunos fragmentos poéticos, de canciones diversas. Cada letra es, un poco, una suerte de máscara; la mujer que ahí delante acciona se va removiendo capas (pelucas, ropa). Cada canción es una ella que es distinta y es la misma… todas las ellas que son ella parecen atravesadas por el estado de melancolía, el cual abraza o contra el cual busca revelarse. Las fuentes de luz se encuentran en escena, y la protagonista las va activando, construyendo la puesta de su propia presentación. El personaje se exhibe y estiliza, al mismo tiempo que se multiplica… ¿buscándose? ¿explicándose como múltiple, barroca? Entre las letras, que van de Chabuca Granda a Bjork, me siguen resonando (es decir, elijo hacer un recorte) la elección de “Solitude” y “Sweet Dreams”. El primer tema, de Billie Holiday apunta a la tristeza, como en “Pasionaria”, por el amor ausente, por el deseo desesperado por que regrese; “Todo es penumbra, me siento y observo. Sé que voy a volverme loca”. El segundo, sin embargo, opta por otro punto de vista. En el tema de Eurythmics, la letra hace alusión a que todo el mundo busca algo y que las relaciones son siempre utilitarias y con un elemento de poder fuerte: “algunos quieren usarte. algunos quieren ser usados. algunos quieren abusar de vos. algunos quieren ser abusados”; no existe el balance ni el encuentro. En otro momento, tomando las palabras de los Redonditos de Ricota, “(no tengo donde ir…) Algo me late y no es mi corazón”. A diferencia de “Siesta” (2005), de Deby Wachtel, donde su protagonista caminaba por un fraseo poético melancólico, pero dulce, en una sala iluminada con el blanco como dominante, la ella de “Melancolía…” está en la penumbra y su pena es pesada.
Toda sensación de felicidad es, o bien pasada, o bien extremadamente pasajera. Al mismo tiempo, al elegir el formato más afín a la performance, otra vez está negada la posibilidad de un relato. Si bien las letras traen, en muchos casos, la referencia a un “hacia atrás” (que implica, imaginariamente, construir un mundo poético que incluya el ahora también; ¿quién es ella?, ¿qué le pasó?, etc, etc), el cuerpo representa un estado actual. Como en “Big Bang”, se da un juego de espejos, aunque en “Melancolía…” no hay otro interlocutor más allá de la protagonista. Este último podría ser el espectador, pero, en realidad, la “cuarta pared” nunca se rompe, sino que existe de manera ambivalente; ella está ahí, como en una burbuja, en una caja de cristal. Me pregunto si su tristeza no viene tanto por el desamor como por un no poder hallarse a sí, en cuyo caso se trataría más de una búsqueda (angustiante, sí, pero búsqueda al fin) de formas y palabras que de una exposición de un estado realmente rígido e inamovible.
Quizás, es esto lo que encuentro como común entre las obras que selecciono para ejemplificar (al margen del predominio de mujeres al frente de los procesos creativos)… Lo que se representa no es una situación, sino un estado. De la misma manera, es el elemento de conflicto de “Misil Children” (2008 y actualmente de nuevo en cartel), de Mariana Levy, donde la melancolía es esta gran montaña que tres hermanas tratan de superar; si bien el amor es el conflicto eje, parece, más bien, ser el catalizador de una crisis más amplia y difícil.
El tiempo, en todos los casos, permanece en un lugar de “no tiempo”, pero que no es placentero; no es una detención temporal reflexiva o de disfrute o contemplación, sino de angustia, porque hacia delante parece no haber nada, más que una repetición del ahora mismo. El amor no sólo no quebraría la sensación de desorientación y soledad, sino que esta, probablemente, favorecería y potenciaría el desencuentro… Por supuesto, estas son sólo lecturas posibles…
Diego Braude para Imaginación Atrapada
de Carlos Ares - dirección: Corina Fiorillo
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