Una puesta íntima, de mucha profundidad, que hace pie en los bordes difusos de la realidad y la interpretación.
Por: Camilo Sánchez
Ella es actriz. Es una de las que aparecen con fugacidad en los arrabales de algún teleteatro, una amiga lejana de la protagonista, y que pelea, en la vida, por defender un texto de Harold Pinter en un teatro pequeño de Boedo o del Abasto. Al parecer hubo, se percibe en el inicio, un vínculo anterior: la clave del encuentro es eso que ha sucedido entre ellos -diversas formas de la pasión, el engaño y el olvido- y que ahora reverdece en esta convocatoria común. En esa línea de acción transcurre Big Bang, primer texto en dramaturgia del periodista y escritor Carlos Ares, y que resulta un marco propicio para ventilar otra cuestiones: el carisma y la vulnerabilidad de los que ejercen el oficio de ser otros, la marea uniforme de los críticos teatrales, las expectativas y desventuras del medio. Un texto que llega para cuestionar la médula del oficio, basado en el simulacro verdadero, en la mentira contada con la mayor justeza posible.
Corina Fiorillo encontró una dosis equilibrada de sujeción y amplitud para el tono de los protagonistas, lo que le da, a su dirección, ese aire de precisión y profundidad. "Actuar... ¿No es lo que hacemos todos? ¿Quien no se inventa un personaje para sobrevivir? ¿Quién no se vende cada día? ¿Quién no quiere ser otro?", se pregunta la actriz que espera en Big Bang, una Raquel Albeniz que sabe muy bien la manera de rebelarse contra la intriga de su compañero y enfrenta a la platea, cuestionadora. El actor, Alejo Mango, también deja entrever, con sutileza, las migajas de su derrota de la que reniega. Está ahí, como tantos, a la espera del golpe de viento o de azar que relumbre y le permita salir, por un instante, de la confinación cotidiana.
por Camilo Sánchez para Clarín
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